Ayer, cuando escuchaba la radio mientras iba en el coche, hablaron de este artículo y lo primero que me vino a la cabeza fue que tenía que compartirlo acá con ustedes. Me encantó la historia y creo que es interesante como relato en sí y como metáfora y moraleja a la vez.
Al parecer, Rosa Montero lo escribió hace unos siete años y ahora disfruta de un renacer gracias a una nueva publicación que, además de darle una nueva oportunidad y un lustre especial, pone de manifiesto su actualidad a pesar de los años que pasaron desde que fue escrito.
Tómense unos minutitos y léanlo. Espero que les guste.
Estamos en el comedor estudiantil de una universidad alemana. Una alumna rubia e inequívocamente germana adquiere su bandeja con el menú en el mostrador del autoservicio y luego se sienta en una mesa. Entonces advierte que ha olvidado los cubiertos y vuelve a levantarse para cogerlos. Al regresar, descubre con estupor que un chico negro, probablemente subsahariano por su aspecto, se ha sentado en su lugar y está comiendo de su bandeja. De entrada, la muchacha se siente desconcertada y agredida; pero enseguida corrige su pensamiento y supone que el africano no está acostumbrado al sentido de la propiedad privada y de la intimidad del europeo, o incluso que quizá no disponga de dinero suficiente para pagarse la comida, aun siendo ésta barata para el elevado estándar de vida de nuestros ricos países. De modo que la chica decide sentarse frente al tipo y sonreírle amistosamente. A lo cual el africano contesta con otra blanca sonrisa. A continuación, la alemana comienza a comer de la bandeja intentando aparentar la mayor normalidad y compartiéndola con exquisita generosidad y cortesía con el chico negro. Y así, él se toma la ensalada, ella apura la sopa, ambos pinchan paritariamente del mismo plato de estofado hasta acabarlo y uno da cuenta del yogur y la otra de la pieza de fruta. Todo ello trufado de múltiples sonrisas educadas, tímidas por parte del muchacho, suavemente alentadoras y comprensivas por parte de ella. Acabado el almuerzo, la alemana se levanta en busca de un café. Y entonces descubre, en la mesa vecina detrás de ella, su propio abrigo colocado sobre el respaldo de una silla y una bandeja de comida intacta.
Dedico esta historia deliciosa, que además es auténtica, a todos aquellos españoles que, en el fondo, recelan de los inmigrantes y les consideran individuos inferiores. A todas esas personas que, aun bienintencionadas, les observan con condescendencia y paternalismo. Será mejor que nos libremos de los prejuicios o corremos el riesgo de hacer el mismo ridículo que la pobre alemana, que creía ser el colmo de la civilización mientras el africano, él sí inmensamente educado, la dejaba comer de su bandeja y tal vez pensaba: "Pero qué chiflados están los europeos".
El negro ROSA MONTERO EL PAÍS - Última - 17-05-2005
Mira que me había imaginado el desenlace, será porque este es la típica metedura de pata, pero normalmente no se suele salir muy airosa, en fin. Mucha razón en Rosa Montero. Gracias por compartir el artículo
ResponderEliminarMuy chulo el relato!
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