domingo, 17 de noviembre de 2013

Visitar y conocer

La extensión de una ciudad nueva con mucho que ofrecer es inversamente proporcional al tiempo que uno tiene para conocerla. En menos de un año que hace que vivimos acá, la sensación de que aún queda muchíiiiisimo por descubrir no disminuyó apenas nada y eso, unido a mi permanente sentimiento de "me estoy perdiendo algo", es una bola de acero encadenada a mi tobillo que arrastro en los planes de fin de semana que se dejan hacer, las veces que conseguimos aplacar el cansancio.

En Barcelona se puede pasear por una calle comercial una vez a la semana y descubrir que las tiendas se renuevan a un ritmo feroz y perderse en la vorágine hasta dudar sobre tu velocidad de asimilación de los cambios, y perder la noción del tiempo sin darte cuenta de que te empuja por detrás. Hay calles donde siempre se percibe una combinación extraña entre rebajas, navidades y manifestaciones varias porque el flujo de gente es interminable día y noche, increíblemente constante y también agotador. Pero aún así, es posible caminar y obviar el tumulto para detenerse sólo a observar detalles, que los hay y a montones. Las fachadas de los edificios son algo espectacular y no dejan de sorprenderme. Ninguna es igual a la otra y, a su vez, combinan perfectamente en barrios que lo admiten todo. Tienen molduras, grabados, pinturas, ladrillos y figuras decorativas extravagantes fruto de mentes tan brillantemente creativas como dispares, pero todo parece llevarse bien.





Y como las perritas guapas que vienen de ciudad-pequeña-casi-pueblo nunca lo habían visto, aprovechamos la circunstancia de que pueden viajar en tren, para darles un poco de mundo y algo con lo qué presumir en el parque contando que visitaron la Ciudad Condal. 

jueves, 7 de noviembre de 2013

La madre

Cuando llevas mucho sin escribir en el blog, te topas a cada paso con historias cotidianas que te hacen pensar en redactar una entrada. Si siguiera esa pauta, la de hoy sería una dedicada a una compañera de trabajo joven, lindísima y simpática que se sentía triste.

Con sólo 27 años me contó que hoy se cumplían catorce desde que perdió a su madre. Nos encontramos en el pasillo donde nos detuvimos para saludarnos y me confesó que, como se trataba de un aniversario muy especial, había concertado una cita con una doctora que le hace las veces de confidente, para poder volcar en alguien escuchante una avalancha de litros de melancolía.

Fueron apenas cinco minutos los que charlamos de un tema que ya habíamos comentado antes, pero esta vez fue diferente. Tenía los ojos cristalinos y las emociones a flor de piel. Me detuvo para enseñarme un diario con fotos y narraciones de sus sentimientos más hondos, un cuaderno con adornos donde ejercita como aliviar la pena y que le sirve de jarabe para el alma en los momentos en que no puede contener el dolor. En las fotos su madre se veía bien joven. Cuarenta y dos, dijo ella.

Entre todo lo que había escrito me llamó la atención una lista de cosas que no sabía sobre ella y que fue conociendo al hacerse mayor. La letra era grande y redonda, clara como las explicaciones de alguien que busca ser comprendido. Había recopilaciones de recuerdos, de momentos felices y de imágenes imborrables. A medida que pasaba las páginas los ojos se le inundaban hasta casi llenarse, igualito que un torrente a punto de desbordar. Resumió su pena en cuatro frases. No filtró sus sentimientos ni falta que hizo. Su franqueza fue tan sumamente transparente que me dieron ganas de suplantar por un momento a aquella pobre mujer y abrigarla para que no se sintiera así.

Por eso, por todo lo que me perdí, mi objetivo en la vida es ser madre, dijo, para completar algo que quedó inacabado. Y así me dejó ir, con el corazón arrugado pensando en cómo de intensos debieron ser esos años y cómo de grandes las preguntas que se hace sobre lo que pudo ser y no fue.

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